domingo, 17 de noviembre de 2013

En los subsuelos

Como experimentado usuario del Metro de mi ciudad, he tenido y tengo la gran oportunidad de formar parte de una comunidad donde el respeto a los demás es una máxima que todos y cada uno aplicamos cuando nos viene en gana, que viene siendo casi nunca. Son muchos los ejemplos del egocentrismo que impera en los subsuelos capitalinos y muchos sus abanderados.

Empezando por la lucha cuerpo a cuerpo que se produce ante las puertas de los vagones, donde los hay que pierden el culo por sentarse en los asientos que quedan vacíos, aunque para ello tengan que empujar hacia el centro del vagón a los que van a salir y dejen de pie y con cara de idiota a embarazadas, ancianos y lisiados varios. Dios, o la pachamama, les provea de generosas hemorroides.

Luego están los niñatos de mierda con la discoteca a cuestas, que no tienen reparo en compartir con el resto de pasajeros los grandes éxitos del rapero casposo de turno, o los vídeos youtube de las mejores caídas de yonkis, o sus últimas hazañas sexuales y las de sus colegas, o su penetrante hedor a verraco alérgico al jabón. Dios, o la pachamama, les provea de un tutor castrense.

Esas familias numerosas que llevan a los niños a jugar al Metro Wonderfun. Niño arriba, niño abajo, niño girando alrededor de las barras de mano como una stripper con mucha ropa, niño berreante dejando a Pepe Pótamo y su viento hiohuracanado por un laringectomizado. Dios, o la pachamana, les provea de paperas hindenburguianas.


Aún así, lo que más me revienta es la ocupación "ilícita" de ascensores. Me explico: si un ascensor tiene tres paradas y tú estás en la intermedia, súbete sin dudarlo en el primero que llegue, da igual si sube o baja. ¿Qué puede pasar? Que el ascensor te lleve adonde no quieres y, o bien jodas a los que quieren salir porque, por supuesto, del medio no te quitas ni a tiros, que eso de estorbar es lo tuyo, o bien te ríes en la cara de los gilipollas que ven llegar un ascensor al final de trayecto del que no sale nadie y en el que no cabe nadie. Dios, o la pachamana, les otorgue una gloriosa pedorrera.

Mr. Pipiwhite

miércoles, 28 de agosto de 2013

De los negacionistas renegando

De vez en cuando, y sin que sirva de precedente, me siento cómodo conversando con mis contemporáneos. En las contadas ocasiones en que ejercito mis limitadas dotes para las relaciones humanas creo que me defiendo bastante bien; entonces dedico mis sistemas auditivo y laríngeo a la titánica tarea de entender y hacerme entender, al tiempo que despliego un amplio abanico de expresiones faciales y gesticulaciones varias con la intención de contribuir al intercambio. Puede suceder que la conversación derive en discusión, más o menos acalorada, que se resuelva a) con una cesión por alguna de las partes o b) con una defensa a ultranza de la postura propia por la técnica de repetición, el uso de fuentes 100% fiables pero imposibles de constatar, la muralla mental, el muy bien pero no me bajo del burro o mi recurrente y socorrido mutismo. Las discusiones con final b) entretienen hasta cierto punto, pero me acaban cansando. En cualquiera de estas situaciones, consigo mantener mi irritabilidad dentro de unos límites socialmente aceptables.

Mi chiringuito teórico de la comunicación verbal se viene abajo cuando tengo por contertulio a un negacionista. Por definición, un negacionista dice que no a todas y cada una de las opiniones de los demás, por más evidentes que éstas puedan parecer. Actúa así movido por el fuerte convencimiento de saberse poseedor de la UPOV (única puta opinión válida). Por supuesto, tiene una opinión formada respecto a cualquier aspecto del universo conocido o, en su defecto, tiene la capacidad de formase dicha opinión en las milésimas de segundo que transcurren desde su primer no rotundo y tajante hasta que el enemigo de conversación, desde su punto de vista, consigue recomponerse del shock inicial.

Un negacionista contradirá al Papa en cuestiones de fe, a Stephen Hawkings en temas de astronomía, así como en una discusión acerca de las vivencias y dificultades propias de un esclerótico, a Ted Bundy en lo respectivo a asesinatos en serie, al resto de los mortales en lo relativo a lo adecuado o inadecuado de sus gustos y decisiones. Escuchará la mejor música, verá el mejor cine, leerá los mejores libros y comprará los mejores perritos calientes; y negará las causas que motivan a otros a escuchar esa misma música, ver esas mismas películas o leer esos mismos libros.

Un negacionista se hace recordar. Yo aún me acuerdo de los dos con los que he tenido el desagradable placer de conversar, porque no deja de ser un placer que le permite a uno conocer los límites de su sufrimiento, como arrancarse la costra de una herida o hurgarse una muela cariada. A la primera la conocí en mi primer trabajo (digamos que fue en una zapatería para cienpiés domésticos), en los años en que aún no había perdido la esperanza en el ser humano. Llegó a pretender demostrarme saber más que yo acerca de una actividad que había practicado durante años y que ella no sabía ni deletrear (digamos que se trata del lanzamiento bucal de pastillas juanola). Con el segundo realicé un viaje de cuatro días a un país vecino para tomar parte en una competición de la actividad anterior. Cuando, allá por la Junquera, ví que no había tema que no le diese pie a negar y contraopinar (el clima, la música, el precio de la vivienda, las recetas de cocina, el color de las amapolas, el dopaje en las carreras de caracoles) desconecté de la conversación y activé el modo La Razón Como a Los Tontos, porque uno no puede permitir que su irritabilidad le lleve a abrir la puerta del copiloto y arrojar a éste en marcha.

Mr. Pipiwhite

martes, 27 de agosto de 2013

Perros hasta en la sopa

Estoy harta de los perros, de sus excrementos (sólidos, líquidos o informes) y de sus dueños. Harta de que campen sueltos a sus anchas por espacios de uso público, de que nos la quieran dar con queso con esas cadenas extensibles que, a todos los efectos, no sujetan como debieran. De que haya quien abogue por darles vía libre para montar en los autobuses, tomar el sol en las playas y darse un garbeo por las tiendas. No hablo de los perros guía, obviamente, sino del resto de los cánidos que no entran en esa categoría. 

Porque es indignante que a un humano se le multe por miccionar en la vía pública y a un perro (a su dueño, se entiende) no. Es igualmente vergonzoso que los agentes del orden no sancionen jamás a los dueños de los perros por incumplir las ordenanzas municipales que regulan la tenencia y cuidado de estos animalitos. Y que nos los quieran meter hasta en la sopa con la cantinela de que son los mejores amigos del hombre, fieles y serviles. Será para otros.

Independientemente de que a mí me den miedo los perros (cinofobia se llama la cosa) podría convivir con ellos dentro de unos límites. Si me hubieran dado un dólar cada vez que he pedido por favor -y con un deje histérico en la voz, todo sea dicho- la frase "sujete al perro", y dos dólares más cada vez que me han contestado -con retintín y mirándome como si fuera lerda- aquella de "si es muy bueno, no muerde" sería ahora multimillonaria. Que la gente, dentro de su casa, puede hacer lo que guste o más rabia le dé: ya sea intercambiar saliva con su animalito del alma, tejerle un traje para días de lluvia o darle de comer caviar iraní sin considerarlo un dispendio. Llevar al bicho al psicólogo, al logopeda o hacerle la pedicura francesa y el alisado japonés. Pero de puertas afuera hay unas normas de convivencia que se incumplen sistemáticamente con total naturalidad, falta de empatía e impunidad. 

 Supongo que, más allá de las preferencias personales, la vida se simplificaría si todos nos comportásemos guardando un mínimo de respeto al prójimo. Que si los fumadores cumplimos con una ley hiper-restrictiva que nos prohibe fumar en prácticamente cualquier parte, los dueños de los perros debieran hacer lo propio y ajustarse a la normativa. Pero eso, no nos engañemos, es utópico. Igual que imaginarme siendo dueña de un toro Miura de 700 Kg armado con dos pitones de órdago a grande y sacándolo a trotar por el parque al atardecer o dejándolo a la puerta de la panadería atado a una farola con una de esas cadenitas extensibles al cuello. Ante la mirada de pánico del personal sólo diría: "pero si mi torito no hace nada, es buenísimo". Si sólo come paja, avena y pienso... O una serpiente de tres o cuatro metros, que respondiera al nombre de Sissi, capaz de engullir a un niño con un abrir y cerrar de mandíbula pero sin ninguna intención de hacerlo. "Sissi, ven guapa". "Sissi, no juegues a medir a ese señor ni a su perrito pitbull...".

 Para contentarme, me quedo pensando que D. Antonio Machado hubiera firmado estas líneas.  Porque también él vivió su particular calvario con los animales que ladran y sus dueños incívicos.


Mrs. Pipigreen

jueves, 15 de agosto de 2013

Las colas están para saltárselas

Las sociedades avanzadas han inventado la cola como mecanismo para regular el acceso de los ciudadanos a ciertos recursos limitados en número o tiempo de uso. Se establecen colas en las ventanillas de las administraciones públicas, en las taquillas de diversos espectáculos, en los atascos, en los comercios o en las oficinas de desempleo.

Pero las colas son para los idiotas. Nadie que se precie de ser un individuo de primera, sobresaliente en su generación y por ende con más derechos que los demás, guarda cola. 

Cito ejemplos: en la frutería, lo más sensato es aprovechar el descuido del que nos precede para hacer un adelantamiento en toda regla, a la vez que se disimula tocando nabos y berzas a dos manos. Si el lerdo que nos precede es mucho más jóven que nosotros, y por lo tanto no ha hecho nada en la vida, ni hará, para ganarse nuestro respeto, razón de más, no hay tiempo que perder mientras la vida se nos escapa entre hojas de escarola. Si el lerdo nos obstruye la maniobra, aunque involuntariamente, topetazo de carro en las espinillas. 

En la taquilla del tren hay que hacer todo lo posible porque prevalezca nuestro preciado tiempo. La boda de un pariente de cuarto grado, un partido televisado de la segunda B o la redifusión de una telenovela argelina en blanco y negro, versión original y sin subtítulos. Qué más da. Son motivos más que sobrados para pedirle la vez al primero de la cola con cara de pato huérfano y un mirar compulsivo al reloj de pulsera. A los demás idiotas de la cola, que les zurzan, que no tienen voz ni voto, ni vez si la jugada sale bien.Y si no sale bien, pues se levanta la voz, se increpa y se recurre a la manida falta de educación y consideración de la perversa juventud.

"Y es que yo, ser superior, no he venido al mundo a esperar cinco minutos en la cola del super detrás de niñatos malparidos para pagar las albóndigas de pienso de mi perrito Lale-lame o el Vaginesil versión zona catastrófica."

Mr. Pipiwhite

jueves, 8 de agosto de 2013

Tenemos chica nueva en la hornacina

La noticia, en titulares:  "Valladolid tendrá el primer edil con síndrome de Down de España".

Ea. Aplausos, vítores y demás fanfarria para celebrar un logro más de una demagógica política de igualdad (que siempre busca enrasar sin permitir que nadie destaque) que en este caso, además, marca "bola y partida extra": Down y mujer, dos pájaros de un tiro. 

Mientras España entera sitúa la imagen de esta nueva chica en una hornacina para adorarla, venerarla y besar sus pies semidesnudos en otro agosto calenturiento, a algunos nos llevan los demonios. ¿Dónde vamos a llegar?, pensamos. ¿Qué país es este que se enorgullece de que una persona con facultades intelectuales mermadas -deficiencia mental, se denomina, sin más pañitos calientes- alcance un puesto de relumbrón en una alcaldía?

Es que es muy trabajadora, tenaz y disciplinada. 
Será la única en España, visto lo visto.
Es que es un ejemplo de esfuerzo personal y superación. 
A los demás, debe ser, nos lo regalan.
Es que "el alcalde me eligió porque me tiene mucho amor".
Aroma de rancio nepotismo con toques paternalistas en semiputrefacción. 
No tendrá responsabilidades de gobierno.
Pero cobrará como si las tuviera, fantástico.

Por suerte no somos pocos, aunque sí franca minoría, los que nos hacemos cruces con la buena nueva. La gente -que tiene muy mala follá y bastante gracia cuando se pone- se muestra incrédula y pregunta: ¿seguro que es la primera? 

Mrs. Pipigreen

lunes, 5 de agosto de 2013

¿Es aquí la terapia low cost?

Caminaba el otro día hacia casa con la cena recién comprada en el MacÑordas cuando, a la altura de un locutorio, tuve que salirme de la acera, ocupada por tres damas ceñidas en la ropa de sus nietas, que platicaban sentadas en sus sillas de coca-cola a la puerta del negocio, tal como hacía mi abuela en el pueblo con las vecinas todas y cada una de las calurosas tardes de Agosto de la deprimida y depresiva Nava de Santiago. Podría haber pasado por el medio inundándoles el olfato de aroma a hamburguesa low cost, ganas no me faltaron, pero hubiese sido inútil porque dos metros más allá sus supuestos maromos, que habían resuelto sus problemas de aparcamiento cruzando el coche de calle a pared, bebían cerveza y perreaban al ritmo de modulaciones venidas allende el ancho océano sobre los mismos baldosines por los que evidentemente yo no podría pasar.

Me considero una persona tranquila, feliz y despreocupada, pero he observado que, de un tiempo a esta parte, blasfemo por lo bajini ante muchas situaciones cotidianas que en teoría me deberían importar un pimiento, pero que en la práctica me revientan. 

De ahí este espacio, que he abierto con la esperanza de que me sirva de terapia y me ayude a redimirme con el mundo, cada vez más poblado de ... [inspiración, espiración]. 


Mr. Pipiwhite